domingo, 9 de marzo de 2008

Texto de Leticia El Halli Obeid sobre 'Material para una época'

La encrucijada de la abundancia

“Me gustaría abandonar en este punto toda reserva, dejar que en mí hable la pasión. Es difícil. Es resignarme a la potencia de deseos demasiado grandes”.

Georges Bataille, La felicidad, el erotismo y la literatura,

Ed. Adriana Hidalgo, Bs.As. 2004, p.140.

Érase una vez una hermosa ciudad, completa, viva y colorida, creciendo a la vera de un volcán que se creía dormido. Su gente trabajaba, dormía, comía, y se divertía, sin sospechar siquiera la velocidad a la que se acercaba el final. Se llamaba Pompeya.

Uno de los temas en esta obra de Leila Tschopp es esa ciudad que quedó sepultada bajo las cenizas tras la erupción del Vesubio, en el año 79 d.C. Para la arqueología se trata de uno de los mayores tesoros jamás descubiertos, un hallazgo propio del nacimiento de la modernidad, ya que Pompeya comenzó a ser desenterrada en 1748, en una fecha cercana a la publicación de la “Estética” de Winckelmann, un momento que sin duda podría ser señalado como el comienzo de la conciencia moderna en el arte. De hecho, para los intereses de esta conciencia, Pompeya se trata del paradigma de la fusión entre pintura y mural y también de la posibilidad de ver materializadas aquellas fantasías que se tenían sobre el ideal grecorromano; pero otro dato que importa aquí, es que en Pompeya se conservaron una serie de frescos eróticos que han sido reproducidos infinidad de veces y señalados como obras de arte que paradójicamente no hubieran entrado en las categorías kantianas del desinterés del gusto, puesto que tenían una utilidad tan prosaica como catalogar posturas sexuales, a la manera de un book de modelos actual. Los referentes, sin embargo, sólo son puntos de partida, y el erotismo de esta obra no debe ser buscado en el tema mismo sino en un aspecto que de alguna manera es inaugural en la obra de Leila Tschopp. Y ése elemento es la profusión, la mezcla y, quizás, un nuevo desorden de los parámetros anteriores. Dice Bataille:

“Pero la abundancia, sea cual fuere el dominio en que la encontremos, posee un punto crítico donde se pone en juego la unidad del ser que se beneficia con ella. (…) Como si pasáramos de un estado fijo, limitado, a otro más móvil donde nos sintiéramos más próximos a la savia que asciende, al árbol que florece. (…) Este punto puede ser conocido objetivamente, pero la experiencia que de él tenemos interiormente posee una importancia privilegiada: se define por el hecho de que allí se pone en juego el propio ser, ya que está en juego su unidad.”

Así, podemos encontrar en el universo de los referentes de este proceso de trabajo una mezcla tan heterogénea como un homenaje a Batlle Planas, y a los espacios vacíos y límpidos de la pintura metafísica, conviviendo con fotos tomadas durante algunos paseos por Buenos Aires, Córdoba, Tandil, Rosario, Mar del Plata, el campo, estaciones de nafta, monumentos en decadencia, como ruinas contemporáneas, museos, pabellones, edificios-conejera, un cielo rosado o una tormenta sobre Villa Crespo, cumbres borrascosas de las Brönté en plena ciudad, piletas de natación con su agua pesada, silos, paisajes casi desiertos, como si hubiera ocurrido una catástrofe que desalojó a sus habitantes, Y una fascinación por la arqueología, teñida de ése deseo infantil -que sólo sobrevive si se comprende y acepta la potencia de lo onírico- de encontrar un tesoro oculto bajo las capas de cosas, o detrás de las capas de imágenes. En esta búsqueda, la velocidad y la quietud se alimentan recíprocamente: como Pompeya, que se mantuvo intacta gracias a la súbita erupción de un volcán.

A partir de un puñado de pequeños documentos, Material para una época recrea doblemente la explosión y el momento previo, usando un tipo de inteligencia moderna que estamos desacostumbrados a poner en acción. Leila Tschopp elige, con una valentía infrecuente, no tomar el atajo cómodo de la ironía, un recurso que disimula el silencio que sobreviene a las preguntas difíciles. Sin subestimar el problema ni nuestra capacidad de entender, busca, pregunta, intenta respuestas, las sabe fugaces, y aún así las enuncia, para que los laberintos se multipliquen y podamos jugar a descifrar algunos misterios.

Leticia El Halli Obeid, febrero 2008

lunes, 4 de febrero de 2008

o la traición - texto Patricio Larrambebere

“Las pinturas, si tienen que tener un efecto,debe ser el de la tremenda intensidad del silencio [...]esa intensidad del silencio previo a la tormenta”.
Luc Tuymans, 1998

Conocí la pintura de Leila Tschopp hace unos tres años. En ese momento, estaba ocupada con una serie de retratos de niñas balthusianas en unos paisajes o ambientes. Me sorprendió lo diminuto y tremendamente intenso de esos pequeños cuadros. Luego, pude apreciar también un cambio dramático de muchas de las variables que, como pintora, ponía en juego: la escala, la desaparición de la figura humana, la planimetría que se iba imponiendo paulatinamente y la línea como un ínfimo dato de referencia espacial. Como espectador, esas obras me proponían un estado de preguntas más que de respuestas.
La pintura tiene ese tiempo que ninguna de las artes visuales posee. Una imagen fija que registra o presenta, representa o anima pero que finalmente dialoga. El diálogo reticente que entabla Leila con su pintura me recuerda a Gabriel Orozco cuando “da vuelta como a una media” a los objetos. Nos enfrenta a lo esencial de la materia evitando ilusionismos o anécdotas pintorescas para sumergirnos en una experiencia sensorial donde la infinitud y la planimetría, las acciones y las reflexiones ligadas a la actividad artística se imbrican con la vida cotidiana. Transitar, sacar fotos, digitalizar, pensar, proyectar, decidir y recortar para dejarnos en esa plena orfandad que la pintura como soporte, medio y objeto nos otorga desde siempre. No es un dato menor que estas pinturas sean y no sean a la vez paisajes reconocibles por el espectador; parece natural para Leila incomodarnos, recortar e imponer un estado donde la materia y el espacio fluyen. Y es por eso que sus pinturas se me antojan como preguntas.
Si despojar a las imágenes de la anécdota de qué espacios públicos y de reunión puntuales fueron utilizados es necesario para crear esta escena inadecuada donde se produce la gran traición a los sentidos que es esencia de toda pintura, en el espacio específico del cuartito empapelado de enfrente ocurre fatalmente lo contrario. Esta intervención lumínica-proyección de video concebida junto a Viviana Blanco está plagada de conjeturas acerca de la historia de este lugar común que se torna inquietante, con la extrañeza propia de un relato metafísico que es más tono que descripción. Es, como aclara Viviana, “llevar la hora de la siesta hasta el borde de la noche”. Un acto poético sutil, silencioso y pequeño donde la luz se transforma en documento.

Patricio Larrambebere
Noviembre 2006

o la traición - texto personal

“El espacio no existe, es sólo una metáfora para la estructura de nuestras existencias”
Louise Bourgeois

La experiencia del espacio es una vivencia inabarcable, inaprehensible, cuya representación implica siempre la construcción subjetiva de un modelo imaginario, de una ficción. Apelando al referente fotográfico y a los restos perceptivos de algunas arquitecturas concretas, utilizo la pintura como el campo en el que se desarrolla un doble juego de fidelidad y traición. Los espacios reales de los que parten estas pinturas son ahora imágenes apropiadas con las que reconstruyo de memoria una experiencia sensorial y emotiva, un escenario reconocible y laberíntico al mismo tiempo.
Allí donde abandono las certezas de la llamada “realidad”, presencio la resonancia de los recuerdos, los estados no discursivos, la aparición de espacios, formas y figuras complejas, delirantes, imposibles. La narración fragmentada, laberíntica, es uno mismo (yo pintora, yo espectadora) proyectándose en espacios escurridizos, en experiencias autistas, en diálogos herméticos.
Ante la dificultad, la imposibilidad de la comunicación (real, simétrica, dual), la pintura se propone, en mi vida, como acto poético; una realidad otra que puede, por momentos, por fragmentos, transformar la vivencia literal.
Leila Tschopp, 2006